Desde que en la más remota Antigüedad tomó conciencia de su humanidad y “aprendió a reflejarse a sí mismo como su rostro en el agua virgen de los lagos”, según la expresión de Marcel Sendrail, el hombre no ha dejado de interesarse por las causas y consecuencias del envejecer.

Las interpretaciones que se han dado a lo largo del tiempo a un fenómeno tan complejo han variado de acuerdo con las diferentes épocas y culturas, según las ideas religiosas de cada comunidad y los conocimientos técnicos y científicos del momento.

En el caso de la civilización occidental, la vejez ha sido uno de los temas más amplia y profusamente trillados desde la Grecia clásica hasta nuestros días, habiéndose abordado desde diferentes perspectivas científicas y artísticas, ya que, como señala Milan Kundera, la ciencia y el arte constituyen “el verdadero y legítimo escenario de la historia”.

Escapa completamente a las pretensiones de este artículo la enumeración de cuantos han contribuido desde uno y otro ámbito a la mejor comprensión del envejecimiento y, por ende, al modo de vivir la vejez y al paso del tiempo. Simplemente nos limitaremos a resaltar brevemente el testimonio de algunos de ellos, especialmente en lo que se refiere a la manifestación literaria, así como a plasmar algunos textos que, con mayor o menor carga científica o artística, propugnan que la vejez sea vivida de manera activamente positiva, de manera que se trate de retrasar al máximo ese momento del envejecer en el que ya no se tiene mañana, sino solo ayer.

Como ya señalaba Cicerón en De Senectute, a pesar de las desgracias que lleva consigo, la senescencia puede ser un periodo ciertamente gratificante si se la sabe integrar en el proceso de la vida: “La gran edad, especialmente cuando se honra, tiene una influencia tan alta que otorga más valor que todos los placeres anteriores de la vida”.

Juan de Jáuregui. Retrato de Cervantes.

Este fue el caso de dos compañeros inseparables de viaje: por una parte, Miguel de Cervantes, un viejo lleno de vida y ejemplo de creación e innovación hasta el último día de su existencia, a pesar de la enfermedad y de las limitaciones físicas impuestas por las heridas sufridas durante su juventud en defensa de su patria; por otra, Alonso Quijano: “Llegado a los cincuenta (que era mucho para un hombre de la época), Alonso Quijano decide que hay que pegar el salto, que ha empezado para él la vejez, que empieza a ser un hombre desapasionado (salvo las pasiones vicarias de las novelas) y que necesita ‘inventarse’ (hoy diríamos incentivar) las pasiones que ya no siente, o sólo de manera muy tibia (…). El Quijote es (…), sobre todo, el ejemplo máximo de un viejo que se inventa pasiones para no morir” (Francisco Umbral).

Si damos un salto en el tiempo, desde los días de El Quijote a nuestra época, es necesario significar los comentarios de tres grandes médicos españoles de amplia obra narrativa y ensayística y cuya actividad profesional se desarrolló en ámbitos distintos. En todos ellos late la pasión no sólo por comprender el comportamiento humano, sino también el ansia de que el hombre se conozca mejor a sí mismo, a través de la mirada curiosa de la ciencia y del arte. Son, por orden cronológico inverso a su fallecimiento: Pedro Laín Entralgo (historia y antropología médica), Gregorio Marañón (clínica) y Santiago Ramón y Cajal (investigación).

Gregorio Marañón.

Según la precisa reflexión de Laín: “Ser viejo es verse obligado a vivir poseyendo lo que uno ha sido”. El paso de los años supone la revisión de uno mismo, de lo que uno sabe y recuerda de sí mismo. ¿Para qué? Para “ganar libertad”, para “ganar actualidad”, para “ser útil”, responde el maestro de la historiografía médica española. Y para ser íntimamente libre, históricamente actual y socialmente útil son necesarios el proyecto, el recuerdo y la revisión: “El proyecto para seguir siendo persona activa, aunque haya de ser corto el futuro disponible… El recuerdo para estar ciertos de que, poco o mucho, algo hemos sido. La revisión, en fin, para que el resultado del proyecto sea verdaderamente actual, aunque no pase de proseguir la línea de la vida vivida”.

Al abordar El deber de las edades, Marañón plantea la adaptación como la gran virtud y el gran deber de la ancianidad, esto es, “saber ser viejo, querer serlo, y no joven ni maduro”, pero enseguida apostilla el gran clínico: “Adaptarse no quiere decir renunciación ni esterilidad. La vida está llena de ancianos que supieron hacer fecundos para el prójimo los días de su declinación”.

Ramón y Cajal. Valencia, 1885.

Por su parte, Cajal insiste en este mismo punto y, aunque advierte que el pasado puede convertir “nuestro rostro en caricatura y nuestro cerebro en desván”, nos recuerda que «todos conocemos jóvenes mentalmente viejos y ancianos seductoramente jóvenes».

Y es que la juventud no es sino un estado de ánimo (F. Lloyd Wright) y el recuerdo, la carrerilla que toma el hombre para dar un brinco sobre el futuro (José Ortega y Gasset). Lo que para el joven creador son ganas, para el viejo es necesidad (Francisco Umbral) y esa necesidad puede transformarse en desmesura, en pasión –a pesar de los años–, cuando algo se considera fundamental (Ernesto Sábato).

Más reciente que el de los tres grandes médicos citados es el testimonio de uno de los más importantes escritores en lengua española de la segunda mitad del siglo XX, José Luis Sampedro, poseedor, además, de una sólida base científica: “Éste es mi nuevo horizonte e ignoro si está cerca o lejos. A veces parece una cosa, pero luego es más bien la otra. Depende de cierta mano invisible, pero bien perceptible, que aprieta o afloja en torno a mi corazón, haciéndose sentir y recordándome a donde me lleva el sendero de mi paseo (…). Será lo que sea. Corto o largo, fácil o doloroso, hay que vivir el sendero con dignidad. Os daré lo que me queda de lo que soy. Dadme la mano y adelante. En el umbral de los ochenta ya va siendo la hora de empezar de nuevo”.

Fuera de España y su ámbito médico y cultural es interesante resaltar cómo la Premio Nobel de medicina Rita Levi Montalcini se enfrenta a las conocidas y pesimistas tesis de Simone de Beauvoir y Norberto Bobbio. En su obra La vejez, la autora francesa describe todavía la vejez como “una suerte de secreto vergonzoso”, que suele inspirar a la mayoría de los hombres “más repugnancia que la propia muerte”. El texto, escrito durante su contradictoria relación con el filósofo Jean Paul Sartre es, por momentos, de una dureza extraordinaria, pero adquiere, en otros instantes, una luminosa compasión, que la lleva a sublevarse contra un tipo de civilización que condena al anciano a “vegetar en la soledad y el aburrimiento”, convirtiéndolo en un “puro desecho”.

La tristeza y la rebelión también salen a relucir en La ceremonia del adiós, en la que vuelve a tocar una catastrófica visión de la vejez y habla de forma cruel y desgarrada de la decrepitud física y moral del autor de La náusea.

Norberto Bobbio.

Por su parte, Norberto Bobbio, profesor y filósofo militante en favor de la libertad y la tolerancia, no es menos pesimista. Denuncia la marginación de los viejos en la sociedad actual, analiza los diferentes tipos en los que se ha clasificado la vejez en la actualidad: cronológica o la del registro, biológica, psicológica y burocrática, hace una revisión de muy diversos textos literarios que han abordado la vejez a lo largo de la historia y concluye de la siguiente manera: “El mundo de los viejos, de todos los viejos, es, de forma más o menos intensa, el mundo de la memoria. Se dice: al final eres lo que has pensado, amado, realizado. Yo añadiría: eres lo que recuerdas. Una riqueza tuya, amén de los afectos que has alimentado, son los pensamientos que pensaste, las acciones que realizaste, los recuerdos que conservaste y no has dejado borrarse, y cuyo único custodio eres tú. Que te sea permitido vivir hasta que los recuerdos te abandonen y tú puedas a tu vez abandonarte a ellos”.

Frente a ellos, Rita Levi Montalcini adopta una actitud mucho más resuelta y decidida, la del envejecimiento activo, la del envejecimiento saludable, si se quiere, aun reconociendo la marginación del anciano en una sociedad caracterizada por el vertiginoso desarrollo científico y técnico: “Yo creo, al contrario que Bobbio, que no debemos vivir la vejez recordando el tiempo pasado, sino haciendo planes para varios años, con la esperanza de poder realizar unos proyectos que no habíamos podido acometer en los años juveniles (…). Ha surgido así la pesadilla de la vejez, no por sus achaques físicos, sino sobre todo por el temor al rechazo social, lo cual ha llevado, en la mayoría de los casos, a patéticos intentos de ocultar la edad con un maquillaje prefijado por astutos anuncios publicitarios”.

Y añade la gran investigadora italiana: “Los expertos en geriatría preconizan la vida sana y deportiva como antídoto contra los males de la vejez: Mens sana in corpore sano. Aunque la salud es fundamental en todas las etapas de la vida y sobre todo en la última, la principal baza de cada individuo no se basa únicamente en el bienestar físico, sino sobre todo en el conocimiento de los mecanismos de ese órgano magnífico que es el cerebro del Homo sapiens”.

Rita Levi Montalcini.

Rita Levi Montalcini nos descubre de forma deliciosa cómo es el cerebro, ese “as en la manga” al que precisamente alude el título de su libro, refiriéndose antes a una serie de personalidades, tanto del ámbito científico como del artístico, que alcanzaron una larga vida, y mantuvieron su espíritu creativo e innovador hasta sus últimos días: “La palabra ‘as’ puede tener distintos significados. En este contexto se inspira en los versos de Yeats que representan al anciano como un vestido hecho jirones. Cada jirón causado por el deterioro de la edad es testigo de una vida vivida, y si se ha vivido bien la senilidad es digna de respeto, no de compasión. La fascinante visión de la vejez, tal como la describe el poeta irlandés, hace referencia a las batallas ganadas a lo largo de la vida. La posesión del ‘as en la manga’ es un paso más. Después de las victorias logradas podrá haber otras si se puede recurrir a ese as. ¿A quién se le concede este privilegio? Aunque en el pasado teóricamente todos los individuos de la especie humana lo poseían, sólo un número muy reducido estaba en condiciones de utilizarlo. En el juego del póquer la carta de la baraja de más valor es el as, indicado convencionalmente con la letra A, que situado en una determinada secuencia tiene un valor superior a todas las demás cartas de la baraja y determina la victoria. En el juego de la vida el as es la capacidad de utilizar las propias actividades mentales y psíquicas, sobre todo en la fase senil. Hoy, recién comenzado el tercer milenio, este privilegio está al alcance de todos los ciudadanos de los países democráticos dotados de un gran desarrollo industrial y cultural. Pero el uso de esta carta está limitado por factores extrínsecos e intrínsecos. Los motivos de carácter extrínseco son muy numerosos: las nueve décimas partes de los individuos viven en condiciones precarias debido a las enfermedades endémicas, el hambre, los regímenes dictatoriales y las imposiciones sociales basadas en credos político-religiosos que impiden a determinadas poblaciones de las sociedades llamadas en vías de desarrollo hacer uso adecuado de sus capacidades. La causa de carácter intrínseco es la falta de previsión, en la juventud y la edad adulta, que impide tener una preparación para ejercer actividades alternativas durante la vejez. Esto es debido a que procuramos quitarnos de la cabeza la idea de que algún día deberemos enfrentarnos personalmente a la etapa más temida de la vida, la vejez. Además, el concepto que suele prevalecer es la decadencia de las funciones cerebrales y mentales, algo que haría inútil toda preparación”.

En el epílogo del libro, Levi Montalcini vuelve a insistir en su teoría de la carta ganadora: “A la conciencia de la muerte, con cientos de miles de años de antigüedad, se le ha sumado en épocas más recientes la angustia ante los aspectos negativos de la vejez. El sistema social actual valora el beneficio, la producción y la eficacia, y los que no son capaces de ‘producir’, como los viejos, se convierten automáticamente en seres superfluos, inútiles, en cargas para la sociedad. Es el hombre de esta sociedad quien ha creado la vejez. Existe un antídoto para esta creación tan negativa: ser conscientes de nuestra inmensa capacidad cerebral. El uso continuo de estas capacidades, a diferencia de lo que sucede con los demás órganos, no la desgasta. Paradójicamente, fortalece y saca a relucir las cualidades que habían permanecido ocultas en el torbellino de las actividades desplegadas durante las fases anteriores del recorrido vital”.

No se queda sola, ni mucho menos, la investigadora italiana, descubridora de la NGF (Nerve Growth Factor), la proteína estimuladora del crecimiento de las fibras nerviosas, en su defensa del envejecimiento positivo.

Salvador Pániker.

En nuestro entorno, Salvador Pániker apuntaba: “Si se quiere mantener el cerebro joven es indispensable una permanente entrada de información, la suficiente al menos para compensar la producción de entropía. Esta ley se me antoja fundamental (…), estoy convencido de que el envejecimiento cerebral, al menos, puede combatirse con el ejercicio mental, el mantenimiento de la curiosidad intelectual, o de la curiosidad a secas, el hábito crítico, la relación con el medio ambiente cultural, el juego creativo de la sinapsis”.

Desde la perspectiva de la calidad de vida en el anciano, José Antonio Flórez aboga por añadir el humor a los preconizados ejercicio físico, alimentación sana y apoyo social para generar comportamientos más saludables y una actitud más positiva ante la vejez, no sin antes alinearse, de alguna manera, en las tesis de la adaptación preconizada por Gregorio Marañón: “La clave del envejecimiento feliz radica ineludiblemente en la capacidad de adaptación del anciano a los cambios físicos que se van produciendo y a los agentes externos estresantes (factores psicosociales) que le acosan. Es precisamente esa capacidad de adaptación el mejor antídoto contra el proceso inexorable del envejecimiento y del deterioro psicoorgánico más o menos acusado (…). Tal como dice el adagio chino: ‘la felicidad consiste en no desear aquello que no puedes conseguir’. Vivir en armonía y felicidad es adaptarse bien”.

En términos algo más poéticos expresa su opinión J.M. Pérez, quien incluso en lo incumplido encuentra la ternura necesaria para combatir la melancolía, el instante eterno para vivir, sabiendo quiénes somos y quiénes seremos ya para siempre: “Eso somos, quizá: rayas en la superficie del planeta, vaho que desaparece en el cristal de la ventana porque ya no es tiempo de mirar hacia fuera y contemplar la vida sino que la vida, desde el otro lado del cristal, nos contemple a nosotros, se enorgullezca de que hayamos colaborado con cierto decoro al proyecto final, para que todo se fuera cumpliendo lentamente, como van madurando los frutos o sucediéndose las estaciones, como suben las mareas y los viajes llegan al final a Ítaca, aquella patria que un día vislumbramos tan lejana, a la que nunca creímos que podríamos arribar, cuando nos dijimos que no merecía la pena intentar la travesía y, sin embargo, nos lanzamos al mar como a los brazos amados y después de sortear monstruos y tormentas finisterres, alcanzamos por fin el territorio que no es pacto, que no es silencio, que no es descrédito: era, simplemente, la vida”.

En fin, la escritora catalana T. Pàmies planteaba el envejecimiento como una aventura individual, llevada a cabo en función del gusto, las necesidades y el ambiente del entorno y las amistades efímeras y estables. Siendo ya una octogenaria, aseguraba la novelista que “la vejez no es una cuestión de años, sino de estado de ánimo”, insistiendo en la necesidad del “aprender a envejecer” y de lo reconfortante que resulta el sentido del humor para salir al encuentro de una etapa de la vida, en la que la edad cronológica no siempre tiene por qué coincidir con la biológica. Y para ello muestra el testimonio de personalidades, que han sabido o saben “poner vida a los años”.