Con motivo de la aparición en la editorial Pre-Textos del primer tomo de la Obra Reunida del maestro Rafael López-Pedraza, publicamos una serie de trabajos en honor al eminente pensador y psicoterapeuta junguiano. En esta entrega, el prólogo a la primera edición de Ansiedad cultural, escrito por María Fernanda Palacios.
Prodavinci
Rafael López-Pedraza retratado por Josefina Núñez
El arte de birlibirloque es el que sabe que en toda acción
y obra del hombre, Dios pone siempre la mitad.
O no la pone y tiene que ponerla el Diablo.
José Bergamín
Rafael López-Pedraza se ocupa de la psique, ése es su oficio. La práctica terapéutica, su trabajo docente y sus escritos, son tres formas distintas y complementarias de estudiarla; digamos que son tres momentos de un mismo trabajo. En su caso, el tratamiento y estudio de la psique no está confinado al consultorio ni se considera competencia exclusiva del especialista. Esta actitud recuerda aquellas épocas cuando todo aprendizaje era «cuidado del alma», tiempos donde la educación era, en primer lugar, autoformación: un hacer el alma y un hacer del alma. Pero en tiempos de ansiedad esa escuela interior tiende a desaparecer. Hoy recibimos una formación cada vez más desligada de nuestras fuentes emocionales, y esto es así también para los estudios de psicología. Dentro de este ámbito, los trabajos de López-Pedraza pueden considerarse pioneros en el intento de ver con ojos psíquicos la historia de la psicología; en verla como parte de una herencia o legado cultural, psicológico, y no desde posiciones excluyentes.
Quizá algunos lectores echarán de menos, al comienzo, la falta de un marco teórico o de una terminologia que facilite la comprensión del pensamiento y las ideas del autor. Sin embargo, una lectura atenta les irá revelando el por qué: la psicología de los arquetipos, la obra de Jung, son la base que respalda el entrenamiento y la formación de López-Pedraza como psicoterapeuta, pero no la utiliza como «asiento» de su saber sino más bien como una provision para acercarse a lo que desconoce, una provisión que, como alimento al fin, ha tenido que renovar cada día.
Esta renovación, lo nuevo que traen sus trabajos, no surge de las «rupturas» de un rebelde, sino que es la consecuencia inevitable de una actitud hacia el oficio que rebasa la meramente «profesional». Porque no es lo mismo estudiar «profesionalmente» un asunto que estudiarlo con afición. La afición es inclinación afectiva: un sentir lo que hacemos, dejándonos guiar por esa inclinación. La afición no se enseña ni se aprende; algo nos inicia y la afición «se despierta», despertándonos. Las reflexiones de López son el fruto de un estudio hecho con afición, y el sentimiento de su oficio es lo que da a estos trabajos su profunda novedad. No es sólo que sus ideas o puntos de vista sean originales, sino que tienen, además, la cualidad de algo vivo y creador; no es la novedad de lo novedoso sino de lo que renueva.
Don Pepe Bergamín decía que Juan Belmonte, el torero, hablaba por medias verónicas o recortes, aludiendo a ese tartamudeo «que daba a sus frases un sentido más corto y ceñido, como si torease». Creo que algo parecido le ocurre a López cuando escribe. Sus reflexiones tienen un aire belmontino, opuesto a la gracia escultórica de un Joselito; porque López va a tientas, como sacándose el pase desde abajo, «inventando un arte tartamudo» para lidiar con la psique. En este caso el tartamudeo sería su manera de aproximarse al terreno que estudia: recortando, con pases cortos, ciñéndose al sentimiento para darnos un «pase», una reflexión, «entrecortada por la emoción», buscando el pase con el cuerpo, con «el alma en el cuerpo», atento sólo al suceder de la psique.
El tema central de todo este libro –y no sólo del segundo ensayo– es la ansiedad cultural, y el término adquiere aquí connotaciones precisas. No se lo reduce a una definición puramente clínica, ni se lo deja flotante, como una categoría metafísica o existencial. Para López el hombre occidental ha vivido y vive en ansiedad, y esa ansiedad es cultural. Con esto quiere aludir a un vivir donde la psique no dispone de las lentitudes que le permiten nutrirse, ese «tempo» que regula el vivir «de un alma en un cuerpo», de una vida en conexión con las emociones.
Al plantear el asunto en términos de ansiedad cultural, López ha dado un paso que va más allá de lo que usualmente entendemos por estudios de psicología. Sin salirse de sus terrenos, al contrario, ciñéndose aún más estrechamente a su oficio que es el estudio de la psique, logra, sin embargo, eludir el espacio convencional de la psicología. Quizá esto ocurre porque López, como Ignacio Sánchez Mejías, anda «cómodo con lo irracional», y esto le permite lidiar de otro modo con sus más oscuras y mañosas apariciones. Su lidia no se hace con esos impecables pases de escuela, que todos se saben de memoria, sino con la afición que permite crear el pase frente al toro, ofreciendo a quien lo siga, en momentos de gracia, pases por los que vemos pasar la vida, nuestra vida psíquica. No torea en el ruedo limitado de una disciplina, sino en ese otro, más vasto, de la historia de la cultura y sus trabajos tienen entonces la rara virtud de ser valiosos, enriquecedores, yo diría que urgentes, para cualquiera que se interese por «humanidades». Pero el lector no encontrará aquí un intento «interdisciplinario», ni hallará un paradigma aplicable a distintos campos, ni se utiliza a la historia de la cultura, el arte o la literatura, como adornos o ilustración de realidades y procesos psicológicos; lo nuevo consiste en que la realidad de la psique no queda reducida o traducida a un lenguaje conceptual, sino «atrapada» en su propio lenguaje, leyéndola en la imagen.
Rafael López-Pedraza retratado por Josefina Núñez
El lugar de la literatura en los trabajos de psicología ha sido, por lo general, el de servir de campo de aplicación a teorías reductoras de la imagen y la palabra poéticas. Aún los más respetuosos terminan por usarla como material para ilustrar sus conceptos. La literatura provee símbolos, que a su vez, leídos simbólicamente, pierden su realidad. Pero López se acerca a la literatura de un modo que parece más afin a como lo hace el escritor, el poeta, el buen lector. Desde tiempos homéricos se ha reconocido a la palabra poética –la palabra del «decir placentero» o «sugestivo»– como una palabra de intención psicológica, capaz de curar, no por ensalmo o plegaria, sino porque está dirigida al corazón de los hombres, a su sentir. Así, los antiguos veían en la palabra poética un lenguaje capaz de provocar esos movimientos afectivos y somáticos que son la base de una «terapia». De modo que en trabajos como los de López-Pedraza la literatura importa porque contiene imágenes y por la conmoción afectiva que ellas provocan. Pero cuando habla de la imagen, no la ve como una figura literaria exclusivamente. Aquí la imagen, donde quiera que ella se encuentre: un sueño, un verso, un pedazo de historia, es vista como suceso o acontecimiento psíquico que hace posible el vivir. En su ensayo sobre patología y poesía, López habla, no de la obra poética, sino de lo poético como un ámbito psíquico del ser humano, que enriquece y hace posible la vida. La poesía es vista como vehículo privilegiado de una educación psíquica. Para López-Pedraza el hombre educado en la poesía, es decir, educado en «formas», lleva consigo con qué recibir y valorar la vida.
Pero no estamos acostumbrados a leer la imagen, y aunque parezca paradójico, poco han ayudado en esto los estudios literarios. Hasta cierto punto la crítica es un antídoto para la lectura de imágenes: los «peros», las comparaciones, las formalizaciones, y en general, todas esas lecturas des-almadas, desprovistas de las valoraciones que vienen del sentir, no permiten leer en la imagen. Pero un libro como éste ilumina indirectamente el lugar y los mecanismos, no de la crítica, pero sí de ese «crítico» que existe en cada individuo. Nos ayuda a reconocer de dónde surge ese razonar casi automático, que puede ser claro, brillante, inteligentísimo, pero carente de valoraciones íntimas, y por eso mismo, incapaz de alimentarnos psíquicamente.
Quizá podríamos ver este libro como un drama o un teatro donde presenciamos distintos momentos y apariciones de la ansiedad cultural. Digo un drama porque su lectura repercute como una acción dramática, moviéndonos a estados de temor y compasiva aflicción. El interés no parece estar en la formulación de una tesis o teoría, como si su autor no quisiera convencernos sólo intelectualmente, sino, más bien, sorprendernos y hacernos reflexionar con la fuerza de una representación. Aunque no utilice formas dramáticas de exposición, no creo traicionar su pensamiento si digo que éste se mueve como en un teatro; que, para López, el estudio de la psique pide y alcanza la perspectiva del teatro. Como si el teatro –o el ruedo– fuese el lugar más adecuado para reflexionar esa ansiedad cultural, y sobre todo, el lugar para ver lo que esa ansiedad oculta.
Quizá esta imagen del teatro nos ayuda a comprender mejor lo que este libro intenta: porque no basta ver las imágenes, aún falta que se puedan situar interiormente, en una distancia donde se haga posible la reflexión; es decir, donde podamos ver con qué ojos las estamos mirando. La imagen sería la de un teatro en el teatro en donde el «yo» pudiera ser visto como un espectador, presenciando la acción. Lo que López intenta es situar los conflictos en un lugar donde los opuestos puedan ser reconocidos como parte de nuestra geografia psíquica. La ansiedad cultural aparece, entonces, propiciando el acceso a los ámbitos más elusivos y menos iluminados de esa geografía: la zona que las identificaciones yoicas ocultan, zonas que están en sombra y que pertenecen a unos actores que aún no han entrado en escena, ámbitos rechazados, indignos, marginales o derrotados del vivir. Para López estos son los temas de nuestro tiempo, porque de esto es que la época no quiere saber nada, y porque es allí donde nuestra psique está más afligida.
Rafael López-Pedraza retratado por Josefina Núñez
Para acercarse a estos ámbitos debe entonces recurrir a lentes distintos de aquellos que la historia nos ha elaborado, un movimiento que López entiende como «tomar aire, estímulos, imágenes, de mucho más allá de donde normalmente llega el aire a los pulmones». De lugares donde lo irracional del ser humano se nos haga más accesible. La literatura es uno de ellos, pero es bueno advertir que en esta lectura no hay la pretensión de agotar la «verdad» de un texto con una «interpretación», ni se busca explicarla globalmente. Otra fuente con la cual López alimenta sus estudios se encuentra en los trabajos de los «scholars» sobre cultura clásica. Pero tampoco tiene la pretensión de hablar de mitología, historia de la religión o de literatura clásica; lo que sí nos ofrece, y aquí estaría lo nuevo, es la lectura de esos trabajos como vía de accesis a lo irracional y como estudios de formas que nos preparan para reconocer nuestras emociones.
Junto a esta tradición académica, López se interesa por otra, aparentemente opuesta. En su estudio sobre «el duende» se ocupa de lenguajes ajenos por completo al discurso racional: Andalucía, su «viejísima cultura», el cante flamenco, el toreo andaluz, esa «creación en acto» donde se muestra «lo individual y lo colectivo en fusión». En este ensayo se ahonda en «ansiedad cultural», situando el conflicto (y el abismo) existente entre el conocimiento y el alma, ofreciendo imágenes para diferenciar lo que asimilamos por «vivido», por emoción, de lo que sabemos «por conferencia» o por aburrimiento y repetición. Con este estudio precisamos mejor lo que aquí López ha querido enfocar: no las emociones en general, sino la emoción que trae el duende; no la vida y la creatividad de «luces y formas», hijas de la musa y el ángel, sino las que se dan por empobrecimiento de facultades y seguridades, sin técnicas ni maestrías, la emoción «negra» del duende, que, como dice García Lorca «no llega si no ve posibilidad de muerte». Este es el terreno donde, según López, se hace posible y urgente reflexionar nuestra aflicción, nuestros conflictos, nuestra ansiedad cultural. Sus estudios pertenecen a estas oscuridades y por lo tanto la luz que ellos arrojan sobre la psique es una luz crepuscular, donde lo que no se sabe, lo que no se ve, en lugar de quedar reducido o paralizado en redes conceptuales, se hace visible por valorización de esa oscuridad; nos enseña a ver algo, no porque ilumina esa zona, sino porque nos acostumbra a lo oscuro.
Lezama Lima decía que «la huida» es decisión para penetrar en el reverso del hilo, en la otra cara que no existe de la medalla que no se toca», esa huida es el camino inevitable cuando lo que se tiene entre manos carece de formas visibles y es asunto de vida y muerte. Huyendo, continúa Lezama, desarrollamos un espacio «no iluminado», es decir, un terreno ajeno al yo, y en esa huida se prepara «el trueque de la espera». Esta es la actitud del que busca leer las imágenes del alma: no colocarse en situación de enfrentamiento y dominio del material, sino en huida, como el torero, preparando el trueque de la espera, en un juego de birlibirloque. Porque no es cuestión de reducir o lograr un saber, de resolver un enigma, sino de esperar a que se dé el trueque, esperar a que ese saber llegue hasta donde puede llegar: así llega la imagen al lector y así debemos esperar que llegue a nosotros este libro.
Febrero, 1987
Publicado originalmente en Prodavinci, 28/11/2021. Agradecemos a la autora y a los amigos de Prodavinci por autorizar esta publicación.