Mujer asesinada y Erinias. 1821. Henry Fuseli
(Publicado originalmente en Prodavinci.com el 31/08/2024)
But cruel are the times when we are
Traitors
And do not know ourselves; when we hold
rumor
From what we fear, yet know not what we
Fear,
But float upon a wild and violent sea…
W. Shakespeare.
En un viaje a Roma, un grupo de jóvenes norteamericanas en la veintena de edad contratan un guía para visitar la ciudad: «Un hombre fornido, de unos veintitantos años con barba erizada». El sujeto les muestra la urbe. Luego de la visita, las conduce a un bar para turistas. En la fontana de Trevi las chicas lanzan algunas monedas por encima del hombro. Lo último que recuerda la hoy periodista Elizabeth Flock, fue despertar en la cama del guía. La estaba violando. En el bar le había puesto droga a la bebida.
Al transcurrir diez años, con su cabeza dando vueltas con lo que pudo haber hecho y no hizo, y su ira creciendo dentro, indagó en la red a su agresor. Se llevó una sorpresa, vivía en su misma ciudad y tenía una mueblería.
La idea de vengarse la hizo fantasear con incendiarle el comercio. En su lugar, escribió un libro: The Furies: Women, Vengance and Justice.
El prefacio señala que la periodista utiliza la historia de tres mujeres en diferentes partes del mundo, Alabama, norte de India, y otra de una familia Kurda del norte de Siria que, ante una ofensa que implica daño físico y moral, transforman sus personalidades en vengadoras implacables contra los ofensores.
Las Furias, Erinias o Euménides como se conocen en la literatura clásica griega, son representadas por mujeres o por lo femenino. Quizá de allí parta la tentación de querer identificar la venganza con la mujer. Que suceda en buena parte de la literatura y la vida real, no implica que pertenezca a un género.
El origen de las Erinias abre la puerta al inframundo, un espacio misterioso al cual pertenece la venganza. En un mundo sin límites, el de los titanes, Cronos odia a Urano, su padre. Durante la copulación que Gea permite, Cronos castra al padre; las gotas de sangre que manan de su miembro caen a tierra. De allí nacen las Erinias. E.R. Dodds las describe como vengadoras. «Banda de demonios embriagados de sangre humana».
Las Erinias provienen de la feminización del padre por medio de la castración. Este punto en particular es pista para rastrear el fenotipo femenino que poseen estas deidades ctónicas. Nacen de un acto violento contra el padre y, en sí, contra la familia por alguno de sus miembros.
Las Erinias, estas lúgubres deidades, cantan en sombra, murmuran al oído palabras que vienen de las vísceras. Son deidades primitivas (y aquí la palabra cabe); auspician el “ojo por ojo, diente por diente”, lejos de la equidad en la justicia, impuesta por Atenea.
La venganza y sus emociones
La venganza carece de ponderación. Germina en el pensamiento retorcido del resentimiento, la ira impulsiva, irreflexiva, el odio inflado de aversión y repugnancia, y el duelo atrincherado, inflamando esas emociones.
Vale la pena detenerse en el odio. Algunas veces impresiona por la futilidad de sus argumentos para expresarse, incluso el azar con que escoge sobre quién, o quiénes debe actuar.
El hombre que, sin conocerlo, apuñala a Salman Rushdie habiendo leído sólo un par de páginas de su libro, afirma en una entrevista: «No me gusta la persona. No creo que sea una buena persona». En sus percepciones no hay elaboración, son básicas: «Respeto al ayatolá. Me parece una gran persona»[1]. En el testimonio se intuye la distorsión entre maldad y bondad. Parece vivir en un mundo psíquico ancestral.
El odio lo encarna ese extraño extranjero que vive en cada uno de nosotros y observamos en el otro. La urgencia del otro es indispensable. Dicha emoción construye su enemigo a imagen y semejanza. Se odia en la oscuridad de la psique, a los iguales por ser iguales, pero su cara reversa, la contraparte. Es una paradoja. Los que odiamos no pueden dejar de ser lo que son, se les prohíbe ser diferentes; eso dejaría vacío al que odia. El vínculo destructivo debe permanecer. Y si por casualidad llegaran a ser diferentes, también serían un enemigo a destruir pues se han independizado del lazo homicida del vengador, lo cual es insoportable. Es la emoción de la guerra y la venganza, una de las expresiones más perversas.
C.G. Jung sostiene que, cuando hay una gran cantidad de participación mystique entre personas, es decir, identificación colectiva, «el odio es la fuerza que divide, la fuerza que discrimina… así que necesitan odio para poder separarse…”[2]. Pero la discriminación o separación germinada del odio es para entablar enfrentamiento, no para aceptar lo distinto del otro, ni para comprender que cada ojo tiene una mirada sobre la realidad.
Entender los límites que suponen diferencias, asumirlos y respetarlos, es un rasgo evolutivo que marca un antes y un después en la psique, actitud que el ser humano adquiere y entiende necesaria para convivir. Sin ella se vive en una amalgama tribal ancestral.
“Los antiguos griegos decían phobos, miedo, en lugar de odio… Phobos separa más que el odio, porque el miedo obliga a escapar, a irse del lugar de peligro… en cierto sentido, es verdad, el odio es un pegamento terrible. Occidente tiene, ciertamente, una mente más discriminadora que Oriente… para nosotros se trata más bien de miedo que de odio.”2
La reflexión de Jung corresponde a la primera mitad del siglo XX; no obstante, el odio sigue siendo una ecuación sostenible en el mundo occidental. El odio sostiene, vigila, no descansa, ciñe contrincantes uno al otro, la venganza es golpe certero a la mandíbula del oponente.
¿Como sustentar la misma conclusión del Dr. Jung en estos momentos con respecto a Occidente y el miedo? El mundo occidental, cada vez más colectivo, parece hacer renacer el odio como fuerza discriminadora. Este siempre tiene una única salida, la acción en sus extremos, la sangre. El mundo occidental está salpicado de esa sangre por donde quiera que se ve. La venganza es ciega.
Las emociones del ser humano son un misterio; el odio, el resentimiento y la ira, motores de la venganza, un enigma. ¿Cuándo las personas y las sociedades se vuelven adictas a la venganza? ¿Cuándo se confunde el bien con el mal? ¿Cuándo se deja de distinguir entre quienes hacen daño o no? A veces se desconoce de dónde provino la primera semilla, qué la hizo crecer, expandirse como la hierba mala e incendiar con su venganza. Es poco lo que se puede ofrecer a los ciudadanos atrapados en la red del poder arbitrario de la venganza.
Mecánica de la venganza
En la Orestíada, Clitemnestra se alegra al enterarse que ha llegado Agamenón. Han transcurrido diez años. El comandante aqueo, cegado en su afán de poder, sacrificó a Ifigenia, la hija de ambos. La exigencia era una condición impuesta por Artemisa. Clitemnestra, luego de esperarlo con ansias, satisfecha por el plan urdido, podrá vengarse.
Egisto, amante y compañero en el sanguinario crimen, por su lado, carga a cuestas, rotulado en el ADN, un prontuario delictivo, designio de su destino. Además, su propia inquina.
El mito y la historia se entrelazan. Egisto era descendiente de unos gemelos codiciosos, desterrados de Olimpia por Pélope, su padre. Habían asesinado a su medio hermano Crísipo.
Al llegar a Micenas, se tientan y retan uno al otro por el trono desierto. Entre ellos resalta el regusto por la pugna salvaje. Tiestes, padre de Egisto, en su ambición, seduce Aérope, mujer de Atreo, padre de Agamenón. Ocurre la traición.
Luego de la prueba impuesta por Zeus, Atreo se queda con el trono, y guarda rencor por la infidelidad de Aérope. Atreo no es menos perverso que su hermano, urde un plan siniestro, llama a Tiestes, finge querer reconciliación. En el banquete de recibimiento le sirve carne. Al final del festín, le saca las cabezas de sus hijos. Ante el horror descarnado, asfixiado de odio, Tiestes maldice a Atreo y a toda su descendencia.
Tiestes desea la venganza. El oráculo de Delfos revela a Tiestes que solo podrá vengarse si tiene un hijo con Pelopia, su propia hija. Ese es Egisto, quien asesina a Atreo y a Agamenón.
Según las narraciones, esta historia mítica, llena de iniquidades, donde las Erinias son compañeras, es mucho más compleja y llena de furia. Desafía la imaginación por lo salvaje, sin límites. Es ineludible pensar que lo monstruoso debe haber permeado y dado formas a Egisto.
El acosado por la venganza arma un rompecabezas con paciencia, une trozos de su historia por padecimientos indeseables, hilos de sangre tejen la trama, lo conduce la secuela de daño. La cartelera de la memoria se llena poco a poco: atropellos, robos, secuestros, violaciones, persecuciones, muertes, asesinatos, guerras, cometidos por él, también en su contra, o peor aún, imaginados. Con la consciencia husmea la cartelera, la observa una y mil veces, intentando descifrar el hedor del rastro, romper lazos.
La mecánica de la venganza se ata a los instintos, de hacer y de creatividad, bajo el paraguas de la destrucción o tánatos. Todas las circunstancias que la rodean van destinadas a eso, se refinancian con más daño, incluso con daño a quien la ejerce. Al asediado, la persecución que nace comienza dentro de sí mismo, es rehén del rencor, su condena, incluso puede que de generación en generación.
Al observar los sucesos y el comportamiento de los personajes en la Orestíada, se percibe que la sangre que vierte una mano enemiga riega la tierra, humedece su profundidad, fecunda sus entrañas, cava en silencio, pariendo estos monstruos viscerales, las Erinias.
Clitemnestra no tiene miedo. Sabe lo que debe hacer, lo ejecuta con frialdad. A ella, en especial, la posee la venganza. Se puede decir que tiene razones suficientes. Y la venganza siempre se hace de un coro que la apoya. La función de la venganza es separar vidas unidas por destino, la paradoja: las une más. Y, por lo que se puede observar, en ella no existen formas que amparen la psique. Es una conducta que solo deja ruinas y horror.
Duelo como venganza
En la Orestíada, Clitemnestra tiene un sueño. Le pareció haber parido una serpiente. La envolvía en pañales, tomaba de su pecho leche con sangre mezclada. El sueño la despertó horrorizada.
Orestes lo interpretó a su conveniencia: «Si mi madre lanzó un grito de horror ante el suceso, no hay remedio: ya que ella ha alimentado esta alimaña, morirá por fuerza. Soy yo quien la asesina, convertido en serpiente, como lo indica este sueño».[3]
La venganza en aquí es asunto de familia. Un miembro de la familia comete un acto atroz contra otro, implica engaño, traición, deshonor, daño, muerte. Es imprescindible la sanción. Hoy día, la familia la simbolizan grupos de personas relacionados por vínculos ancestrales, necesidad de pertenencia, o causa: ser miembro de una tribu, clan, fe religiosa, ideología, o un grupo sostenido por códigos, no necesariamente éticos o morales.
Mientras mas unido está un grupo, menos diferencias existen entre las personas. Las vísceras los cohesiona, hay más inclinación a dejar de pensar en forma racional y hacerlo de manera religiosa, irracional, incluso delirante, propensos a la creencia en que un aliento de pureza virginal los mantiene ceñidos, un manto de inspiración “divina”, para el bien o para el mal. Flotan en estado de inconsciencia.
Son las características de las sectas, y a lo que tratados antropológicos denominan participación mystique. Así, un acto de venganza está amparado y justificado por fuerzas desconocidas en amplio sentido. Como si la «justicia» que cae con la mano perteneciera a un dios. No es necesaria la justificación. El odio allí tiene lugar seguro y hace nido a inspiraciones falsas y claramente perversas.
En organizaciones de este tipo, los duelos y venganzas son vistos como asuntos familiares. Las diferencias son penadas. La venganza es un acto sacrificial. No existe responsabilidad por las muertes. Los responsables son las víctimas.
En las familias, por ejemplo, el pensamiento racional es invadido por el emocional. Los lazos de sangre se imponen. Clitemnestra y Orestes son madre e hijo, el matricidio de Orestes está amparado por Apolo, su mano no es la vengadora, es la del dios.
¿Qué puede haber también en el nido?
Si la periodista Elizabeth Flock hubiera tenido un cuchillo mientras era abusada, o incendiado la mueblería, su destino, sería distinto. Puede que el miedo la haya contenido. En lugar de un acto violento, escribió un texto.
Se puede imaginar, si se quiere, que lo redactó para dar contexto a lo sucedido, para mitigar la afrenta. En las Euménides, Orestes tiene miedo, se abraza a Atenea, desea un juicio justo para su crimen, escapar de la venganza de las Erinias.
Echarse atrás, entrar en el terreno de la imaginación, encontrar una salida distinta a una circunstancia de peligro, es función del miedo (Phobos). Con las consecuencias surge un nivel de consciencia distinto, un paso hacia el individuo y su responsabilidad consigo mismo: la reflexión sobre la justicia.
La venganza es una máquina de segar vidas, la destrucción no deja espacios sin habitar. Cuando es guiada por distorsiones de la realidad en creencias religiosas, ideológicas o delictivas, es más temible: es inconsciente.
Al vengador no lo asiste la consciencia ni en el pasado ni en el presente. Y si se presenta, sucede cuando el crimen ha sido consumado. La venganza es una metralla en repetición de odio, el golpe seco, la caída brusca. No hay vuelta atrás.
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Notas:
1. Vago S and Kesslen B. Salman Rushdie attacker praises Iran’s ayatollah, surprised author survived: jailhouse interview. New York Post, Aug. 17,2022.
2. Jung C.G, La Psicología del Yoga Kundalini, Notes of the seminar Given in 1932, (Editorial Trotta, S.A., 2015) traducción: Manuel Abella Martínez, pág. 55-56.
3. Esquilo, Tragedias Completas, La Orestíada (Ediciones Cátedra. Madrid, 1983,2021) traducción: José Alcina Clota.