
Pero para mí todo comenzó con el Malte Laurids Brigge de Rainer Maria Rilke, quien apenas llegado un 11 de septiembre a la rue Toullier de París dice: «Aprendo a ver. No sé por qué, todo penetra en mí más profundamente, y no permanece donde, hasta ahora, todo terminaba siempre. Tengo un interior que ignoraba. Así es desde ahora.» Sí, así es desde hace bastante tiempo. He recorrido una educación en la mirada despojándome siempre más de muchas de las teorías que dan cuenta de ese proceso. De lo aprendido y puesto de lado, algo ha quedado grabado dentro de mí como en las tablillas de cera de las que en una oportunidad nos habló Platón; entonces desde la interioridad de ese lugar que conjuga memoria y olvido, con los ojos del alma, he hecho mío el consejo de James Joyce en su Ulises: «Cierra los ojos y ve».
Y cómo no dar palabras a lo que quise fuese puesto en la breve nota biográfica del libro; me refiero a que Venecia ha sido para mí una especial y magistral experiencia para la educación de la mirada. He vivido 17 años en esa ciudad y una de las enseñanzas que de ella recibí ha sido el modo en el que las imágenes, las formas, los colores y la vida fluyen como el agua sobre la que ella misma fue creada. En Venecia vemos palacios del gótico veneciano junto a iglesias de Palladio en piedra blanca de Istria, vemos fachadas que recuerdan encajes orientales y otras cubiertas con mármoles blancos, verdes y rosados, y no nos pasan desapercibidos los ventanales ojivales que están junto a casas con fachadas frisadas, pintadas y con frecuencia desconchadas por la humedad del agua sobre la que ellas se levantan. Y todo esto lo vemos y también se refleja de manera quebrada en el agua, siempre el agua, que un día es verde, otro día es gris y también puede suceder que la luz la coloree de rosados y naranja. Venecia ha sido para mí una escuela y una educación en la mirada. De ella aprendí que la mirada es una búsqueda, un ángulo, una perspectiva, un convivir con lo otro y lo distinto. En Venecia vislumbré que todos los reflejos que somos son siempre parciales y fragmentados. ¿Cómo entonces no intentar traducir ese aprendizaje en la escritura que soy y que está en Elocuencia de la mirada?
Creo que cuando las descripciones y las palabras corresponden a una necesidad interior, cuando las palabras expresan la necesidad de una respuesta, cuando nos traducimos en lo que vemos, la mirada ha entonces logrado vislumbrar en lo invisible, en ese interior ignorado del que habló Rilke que transforma y nos transforma.
¿Cómo vemos las imágenes? Y no me estoy refiriendo sólo a imágenes poéticas o del arte. Quizá pudiera ser más precisa y preguntar: ¿cómo vemos en nosotros y en aquello que importa, que nos importa, y nos habla en su silencio? Yo no tengo fórmulas ni métodos y no creo nadie se atreva a tenerlos. Deseo compartir disposiciones, reflexiones e inquietudes que a lo largo del tiempo he recibido de poetas, escritores y algunos estudiosos que han hecho de la mirada un punto relevante de sus vidas y reflexiones. A ellos es mucho lo que yo y mi Elocuencia de la mirada les debemos. María Zambrano afirmó: «Nada es solamente lo que es». Y Rafael Cadenas escribió: «Lo importante no es el tema sino la visión…» Y son sus palabras, las de mi querido Rafael Cadenas, las primeras de este libro. En ellas va mi cariño, mi agradecimiento, mi sentida manera de honrarlo y siempre celebrarlo.
Algunas personas saben que para mí es de primordial importancia la relación del arte con la vida. El arte que dice y representa la vida; la vida que da forma en el arte a nuestra alma gozosa, dubitativa, abierta o sufriente. El alma que mira en el arte y el arte que ofrece reflexiones, miradas e inquietudes para la vida. Quienes me conocen saben que mi relación con el arte no es de historiadora del arte, que no lo soy, y tampoco mi aproximación sigue la línea de la historia. Me interesa la línea transversal, la línea oblicua, la que atraviesa los tiempos, los modos, las distintas disciplinas y regresa a nosotros con un temblor, una visión, un silencio. Me interesa la mirada oblicua a la que se refirieron Jean Starobinsky y José Saramago; esa es la mirada que cuestiona lo que ve y no se atiene a fechas o movimientos mientras mira con detenimiento en las imágenes, la tradición y sus correspondencias.
La mirada oblicua está atravesada por la duda y la intuición; es la que interroga lo que mira y la que se abre a la posibilidad de una respuesta distinta a la establecida. «Pensar no es unificar», dijo Albert Camus. Pensar es aprender a ver, a estar atentos, es ofrecerle un lugar privilegiado dentro de nosotros a cada una de las imágenes que han detenido nuestro paso.
Y continúo haciendo preguntas: ¿Cómo hablar de la mirada sin la emoción que la ilumina o la opaca? ¿Cómo hablar del Juicio Final de Tintoretto sin percibir el miedo de esa inmensa negrura? Sabemos que el arte es eficaz cuando toca, entra y dialoga en nosotros, y ese diálogo es una vía a la profundidad. Allí, donde en nosotros hay hondura es que el arte nos habla y nos toma de la mano.
La pregunta es una vía a la imaginación que propicia una exploración interna. La imaginación y la sensibilidad nos susurran: «Atrévete», ellas estimulan y dan aliento a lo que en nosotros observa e interpreta. Ellas, la imaginación y la sensibilidad, son quizá esas compañeras de ruta que saben que la pasión y la curiosidad no transitan usualmente por un camino recto, al contrario, ellas aman las desviaciones, les gusta perderse y hacer tesoro de lo inesperado, para posteriormente volver al camino inicial que ahora se recorrerá de manera diferente.
No sabemos mirar; mirar de veras no es algo dado. Mirar es un trabajo largo, gozoso y dificultoso. Mirar: cada imagen nueva requiere un trabajo nuevo, es un continuo reaprender a ver y a hablar. Debemos respetar que las imágenes aparecen siempre de manera diferente y, por lo tanto, es importante verlas en su particularidad porque en su diferencia está su especificidad. Son imágenes no símbolos.
Tengamos siempre presente que leer imágenes es poner en conjunción la contemplación y la escucha, la paciencia y la espera. ¿Por qué determinadas obras nos atrapan mientras ante otras permanecemos indiferentes? Cuando le formulamos preguntas a una imagen, ésta, sin aspirar a explicar nada, suele responder involucrándonos en su respuesta.
Creo en las reacciones corporales y en la fuerza emocional que nos hace volver una y otra vez a una determinada imagen; esos lenguajes silentes son caligrafías anímicas que llaman a un reconocimiento.
Mirar con detenimiento puede hacernos ver lo que escapa a toda descripción. Para los griegos, nos lo dijo claramente Karl Kerényi, saber, el saber, se basa primordialmente en ver e implica a la contemplación. El saber griego es un contemplar, es una mirada, es un ver dirigido al mundo visible, así como también a lo intemporal y eterno de formas invisibles que, a pesar de su invisibilidad, requieren y exigen la lentitud y la entrega que acompaña a la contemplación. Y cómo no recordar a María Zambrano quien afirmó que saber contemplar debe ser saber mirar con toda el alma, con toda la inteligencia y hasta con todo el cuerpo, lo que, según agrega, es «participar», participar de la esencia contemplada en la imagen. Participar, es decir, hacerla vida.
Y como he mencionado la contemplación, quiero recordar a Filóstrato, el viejo. El afirmó que contemplar, ese mirar atentamente lo invisible, era imaginar, un hacer visible lo imperceptible, lo que no se tenía ante los ojos. Entonces, esos trazos, ni visibles ni evidentes, nos atrapan como una obligación personal ante la que no existe huida posible. Nos atrapan porque algo en nosotros lleva esos trazos. ¿Le sacamos el cuerpo a esa visión? ¿Le damos la espalda? Se trata, y estoy convencida de ello, de aceptar el riesgo de abandonar la mirada vestida que identifica, corrobora y uniforma.
En el último verso del «Requiem al Conde Kalckreuth», Rainer Maria Rilke pregunta: «¿Quién habla de victorias?» En esa interrogante formulada con dolor y decepción; en esas pocas palabras podemos intuir los modos establecidos y aceptados en la valoración de los logros, pero la pregunta en sí misma permite vislumbrar el sufrimiento y la fragilidad emocional que modelan las incertidumbres. La pregunta de Rilke deja en mí otra interrogante: ¿Quién habla de certezas?
Leerme en conjunción con la imagen que trabajo ha sido para mí una necesidad. Creo en las reacciones corporales y en la fuerza emocional que nos hace volver una y otra vez a una determinada imagen; esos lenguajes silentes son caligrafías anímicas que llaman a un reconocimiento. A medida que se ahonda en las imágenes, ellas van perdiendo los velos que las cubren. Ver en el arte requiere detener la mirada en lo que no siempre logramos ver con nuestros ojos abiertos, ver es relacionar lo mirado con nuestro ojo interno, ver es entonces una experiencia de lo invisible que observamos desde nuestra interioridad. Es entrar en nuestro silencio después de haber desalojado las frases desde siempre repetidas que cubren con un velo de ceguera los ojos del alma.
Me acerco al final de estas palabras y no quiero hacerlo sin honrar a Aby Warburg e Italo Calvino, quienes de manera muy distintas han estado y siguen estando muy cerca de mí. Aby Warburg nos dijo que eran la filiación y las analogías las que fundaban un pensamiento fortuito. ¿De qué manera relacionamos una cosa con otra? E Italo Calvino en su conferencia sobre la «Visibilidad» no dudó en decir que fue como un aviso a todos nosotros que quiso incluir la visibilidad en su lista de valores de aquello que se debía salvar; sus palabras fueron una «advertencia del peligro que nos acecha de perder la facultad humana fundamental: la capacidad de enfocar imágenes visuales con los ojos cerrados.»
Y dejo para el final un sentimiento y un saber que ha guiado mi educación y mis intereses a lo largo de los años. Me refiero a la convicción de que el arte es un asunto de alma. El arte es una vía y una posibilidad hacia el alma y una manera de llegar y acceder a ella. Esta ha sido mi vía y es una entre tantas otras. Es la mía, y no sigue un método establecido sino la atención a una posible escucha, a un fulgor y la traducción de una inquietud personal ante la imagen que me toma.
En Elocuencia de la mirada son seis los ensayos sobre obras de arte, también hay dos sobre imágenes contundentes que desde el inicio de nuestra cultura occidental han marcado los tiempos, me refiero a la imagen de la peste y a la del exilio, y el último ensayo es sobre La peste de Albert Camus. No quiero dejar de hacer mención al epílogo «Cartografía del aliento», esas páginas, por muchos motivos, son para mí muy queridas. Allí las últimas palabras son del querido poeta Guillermo Sucre: «escribir no el orden sino el ritmo de la vida / un ritmo que conocemos desconocemos y reconocemos / sólo por la respiración de la escritura». Las palabras de Rafael Cadenas y de Guillermo Sucre son principio y fin de Elocuencia de la mirada, en el centro de ellas van las mías, que mucho deben a ellos en la voz, la poesía y en la ética que da forma al vivir y a la palabra misma.
Deseo concluir estas líneas con un gracias muy especial a David Malavé y Artemis Nader por haber publicado tan bellamente mi Elocuencia de la mirada en sus Ediciones Kálathos. Muchísimas gracias.
Marzo 2025
©Trópico Absoluto