Estimados amigos,
A partir de esta primera entrega, comenzaremos a publicar periódicamente en nuestra sección de Cine, los textos de algunos de los cineforos realizados en Caracas (2005-2020) y recopilados por su autor, Luis Galdona, en el libro Los bordes de la imagen. Apuntes sobre cine y psicología de los arquetipos (Casa Editorial La Cueva. Caracas, 2019). Esperemos que sea una experiencia estimulante para los interesados en la lectura reflexiva de imágenes en las artes cinematográficas desde la perspectiva arquetipal.
Recomendamos con insistencia ver la obra fílmica antes de la lectura del texto correspondiente, lo que coincide con la secuencia natural de los mencionados cineforos en sus presentaciones originales. Pueden enviar un correo a bordesdelaimagen@gmail.com para recibir un enlace en el cual puedan encontrar ese material.
Se inician estas publicaciones con la obra Dr. Jekyll and Mr. Hyde, en la versión de 1941 dirigida por Victor Fleming y protagonizada por Spencer Tracy, Ingrid Bergman y Lana Turner, basada en la novela de Robert Louis Stevenson.
Esperamos que los disfruten y agradeceremos cualquier pregunta, comentario o referencia a través del correo anotado.
Dr. Jekyll y Mr. Hyde. La fascinación con la sombra (*)
Víctor Fleming, Dr. Jekyll and Mr. Hyde. Estados Unidos, 1941
¡Si todo fuera tan simple! Si sólo existiera en
alguna parte gente malvada cometiendo insidiosamente
actos perversos, y sólo fuera necesario separarlos
de los demás y destruirlos. Pero la línea que separa el
bien del mal corta de parte a parte el corazón de
cada ser humano.
¿Y quién quiere destruir una parte de su propio corazón?
ALEXANDER SOLZHENITSYN, Archipiélago Gulag (27)
Uno no alcanza la iluminación
fantaseando sobre la luz
sino haciendo consciente la oscuridad,
porque aquello que no traemos a la conciencia
aparece en nuestras vidas como destino.
C. G. JUNG, «El árbol filosófico» (1945/1954) (28)
El doctor Henry Jekyll es un científico de fines del siglo XIX con la actitud
típica de un hombre de su tiempo: racional, movido por el deseo de saber, de
traspasar fronteras en su campo de estudio, convencido de su misión de hacer
aportes personales al progreso de la ciencia y, como él mismo lo expresa, de
«remediar desdichas y sufrimientos ajenos». En suma, es un médico reconocido
cuyos ideales y conocimientos le hacen estar seguro de poder abordar cualquier
tema desde una perspectiva intelectual, desde la racionalidad.
Pero veamos primero cuál es el contexto histórico de la novela de Robert Louis
Stevenson y de la versión fílmica de esa obra que ofrece Víctor Fleming. Nos
encontramos en la Inglaterra de 1886. El imperio británico se ha consolidado
con la Revolución Industrial y la conquista de la India, y se ha convertido en una
potencia mundial solo discutida por Francia. El pensamiento positivista y los
valores del trabajo, el capital y el progreso dominan a la sociedad de entonces.
El poder no es solamente un deseo y un móvil individual y colectivo, sino una
realidad tangible, con límites difusos, susceptibles de ser ampliados.
Esta laxitud de los límites o su ausencia, caracteriza lo que los griegos del período
clásico llamaban hybris, que puede definirse como la arrogancia en palabras,
pensamientos y obras, que genera el orgullo y la conducta orgullosa en el individuo
que se siente o está en situación de poder. Supone el estar –o más bien
pretender estar– por encima de la «parte debida». Y la consecuencia es que esa
pretensión, esa hybris provoca indefectiblemente la némesis, la indignación de los
dioses. Algunos se refieren a la némesis como venganza de los dioses, o incluso
algo más llamativo: la envidia de los dioses (phthonos) (29): la envidia por las efímeras
alegrías de los mortales, que siempre entrañan, por némesis, una contraparte de
desgracia. Con esa actitud soberbia se repite el exceso de Prometeo que roba el
fuego de los dioses y ofrece a los humanos los ideales del crecimiento ilimitado.
Pero también se reeditan las consecuencias niveladoras: la hybris del ser humano
animado por el exceso titánico de querer igualarse a los dioses suscita la némesis
que pone las cosas de nuevo en su lugar, que devuelve todo a sus medidas, a la
parte debida.
Esa Inglaterra imperial se rige por la estricta moral victoriana; en realidad una
doble moral, que caracteriza muchas situaciones individuales o colectivas en las
que a pesar de una apariencia formal y adecuada, prevalece una actitud triunfalista
y el ansia de poder. Esa moral supone que se dice una cosa pero se hace
otra muy diferente. El ego y la razón se deifican; todo lo que se aparta de ellos se
desplaza a un estrato oculto, disimulado o reprimido. Los valores puritanos, el
énfasis en lo apropiado, lo correcto, lo pomposo y lo bueno, contrasta con una
corriente subterránea no reconocida de elementos destructivos, de explotación,
de uso y abuso del poder, incluso de crueldad, que espera su momento para
manifestarse. Henry Jekyll no escapa a este esquema.
Simultáneamente o casi, el trabajo de tres genios comienza a horadar la supremacía
en apariencia inquebrantable de la ciencia y la razón, así como la
hegemonía de la fe. Charles Darwin publica El origen de las especies en 1859, donde
cuestiona la naturaleza divina del ser humano, concibiéndolo como el resultado
final de un proceso de selección que arranca con los simios. Sigmund Freud
publica sus primeros trabajos sobre la histeria en 1893, y una de sus obras clave,
La interpretación de los sueños, en 1900. Las pretensiones sobre la supremacía del
ego y de la voluntad se topan de frente con la hipótesis de la existencia de una
vida mental que discurre fuera de la conciencia. Un poco más tarde, hacia 1905,
Albert Einstein establece los principios de su Teoría de la Relatividad, dando un
golpe de gracia a las pretensiones de absoluto de la Europa decimonónica.
Aparecen así los opuestos a lo que ha dominado hasta el momento la conciencia
del colectivo: frente a lo creacionista, lo evolutivo; frente al ego, el inconsciente;
y frente a lo absoluto, lo absolutamente relativo. La psique colectiva, como es de
esperarse, haciendo compensaciones.
Ya en la primera escena de la película vemos la pompa y circunstancia de una
religión que a partir de la Edad Media establece que no solamente las acciones
sino también los pensamientos pueden ser pecaminosos, y que requieren
confesión, arrepentimiento y absolución. Una religión con fuertes matices de
miedo y culpa que invade el espacio subjetivo del creyente, apremiándolo a
rechazar el mal en cualquiera de sus manifestaciones incluso en sus imágenes y
a buscar el bien a todo trance. El cristianismo intentó desde su origen establecer
una separación radical entre el bien y el mal, asociando el bien con la idea de
Dios y «la pureza de pensamientos y acciones», y el mal con la idea del diablo,
el placer y el cuerpo.
Aquello que en las religiones paganas está de alguna manera más integrado y en
contacto con la conciencia –todos los dioses tienen, además de una faceta luminosa
y benéfica, un lado oscuro, negativo y destructivo– pasa entonces a estar
disociado, puesto afuera, en el «otro». La aspiración fundamental del cristiano
es apartarse por completo del mal y del pecado, mantenerse a distancia de «mundo,
demonio y carne», las tres grandes fuentes de tentación y los tres enemigos
de la fe, y afiliarse al bien y buscarlo a toda costa, a pesar incluso de sí mismo.
En la misa con la que comienza el filme se hace una apología de los valores de
un colectivo de moral farisea y de la reina Victoria por quien todas las
conquistas del imperio se han hecho posibles. Pero en medio de este culto surge
un «loco» que hace una apología del mal, del demonio, de todo lo que se opone
a las aspiraciones puritanas de nobleza y bondad. Lo opuesto a la moral
dominante aparece desbordado, como locura: el mal se manifiesta literalmente
en el templo de un dios de luz y bondad. El doctor Jekyll, presente en la misa,
toma el problema en sus científicas manos y ofrece soluciones.
Pero Jekyll tiene algunas intuiciones sobre la dualidad de su propio ser. Vislumbra
en su alma la existencia de elementos no tan luminosos y hasta oscuros. En
la elegantísima cena que sigue a la misa, Jekyll expresa ideas que provocan gran
inquietud en los comensales, hasta el punto de que terminan la velada sin
comer. Luego, en el diálogo que sostiene con su colega director del hospital,
propone una terapia poco ortodoxa para tratar al paciente –digamos al poseso–
que aparece de manera inesperada en la iglesia. Pero veamos lo que
Jekyll mismo dice en la novela de Stevenson, en la «Declaración final» que escribe
antes de suicidarse:
Y, en realidad, la peor de mis faltas consistía tan sólo en una disposición
alegre, ansiosa de placeres, cualidad que ha hecho muy felices a otros,
pero que, a mi entender, era muy difícil de conciliar con mi imperioso
deseo de llevar la cabeza muy erguida y de ostentar ante el mundo una
actitud más solemne que la habitual […] Irregularidades como las que yo
realizaba, hubieran sido para muchos incluso un motivo de vanagloria;
pero, desde la altura de los ideales que yo me había señalado, las veía y
ocultaba con un sentimiento casi morboso de vergüenza. Fueron pues,
más lo exigente y rígido de mis aspiraciones, que no ninguna extraordinaria
degradación en mis faltas, lo que me hacía ser tal como era y lo que
separó en mí, con una zanja más honda que en la mayoría de los hombres,
esas dos regiones del bien y el mal que dividen y completan nuestra
doble naturaleza… (30)
Más adelante describe su proceso:
Día a día e insensiblemente […] me iba sin cesar acercando a esta verdad […]
que, en realidad, el hombre no es uno sino dos. Y digo dos, porque el
avance de mis propios conocimientos no ha llegado más allá de este punto.
Otros vendrán después, otros que me dejarán atrás e irán más lejos por
las mismas sendas; y aventuro la profecía de que el hombre sea reconocido,
al fin, como una nueva comunidad de múltiples ciudadanos, incongruentes
y heterogéneos […] Vi que las dos naturalezas luchaban en el campo
de mi conciencia […] y, desde muy temprano […] me había acostumbrado
a acariciar con deleite, como un hermoso sueño, la idea de la separación de
esos elementos. Si cada uno de ellos, me decía, pudiera ser alojado en
una persona distinta, la Humanidad quedaría aliviada de una insoportable
pesadumbre. El malvado seguiría su camino, libre de las aspiraciones y
remordimientos de su inflexible hermano gemelo, y el justo podría
caminar, firme, seguro, por su ascendente camino […] El anatema de la
humanidad era que estuviesen atadas juntas en un solo haz esas dos
tendencias antagónicas, y que en la dolorida entraña, en la conciencia, los
dos gemelos irreconciliables mantuvieran una lucha sin tregua… (31)
Por lo que expresa, Jekyll se aproxima a estos opuestos del alma con la intención
de separarlos mediante un experimento, con la aspiración ideal –y por lo
tanto irreal– de liberarse a sí mismo y al ser humano del componente indeseable,
del gemelo malvado que se va a personificar como Mr. Hyde. No es posible pasar
por alto que este nombre suena en inglés como hide, que significa «ocultar», «esconder
». Vale señalar que en el caso de Jekyll la expresión del mal que Hyde representa
se hizo manifiesta a través del experimento que el ilustre médico concibe.
Pero si no se hubiera despertado en él por esa pretensión, Hyde hubiera encontrado
de todas formas la manera de expresarse, porque la pulsión destructiva encuentra
inevitablemente su camino en algún momento y de algún modo.
De distintas maneras Jekyll cae en una fascinación con sus aspectos negativos,
con su sombra. Ese fantaseo con el doble, con el Otro, no le permite tomar una
distancia prudencial, activada por el instinto del miedo que es la única manera
de mantenerse en un terreno más seguro. Esa fascinación no le permite la
lentitud y la dosificación necesaria en esa aproximación. Al perder el punto de
vista personal que hubiera podido percibir y valorizar ambos polos, se coloca
fuera de sí, se enajena y se hunde en la aspiración prometeica de encontrar
una solución no solo para él mismo sino para la humanidad, una tarea que
está por completo fuera de su alcance. Jekyll pretende hacer un «experimento
científico» con una actitud racional inherente a su formación médica, sin
percatarse de la esterilidad de tales aproximaciones cuando se trata de energías
tan irracionales.
Las imágenes de la «caída» en la iniquidad, de la posesión por las fuerzas del
mal, la fantasía de la liberación desbocada de lo más tenebroso y destructivo han
estado presentes en el ser humano desde tiempos inmemoriales y aparecen en
religiones, mitos, leyendas y en el arte. La caída de Adán por intervención del
mal, la fantasía de Fausto de hacerse con un poder mayor a través de un pacto
con el diablo, las leyendas de hombres lobos, vampiros y personajes como
Drácula y Frankenstein, son imágenes que ilustran una realidad arquetipal. La
sombra es arquetipal, vale decir, universal. Lo sombrío y lo destructivo también
tienen sus arquetipos, modelos psíquicos que en la actualidad podemos denominar
genéticos, heredados por todos los seres humanos.
La actitud con la que Jekyll se acerca al lado oculto del alma reúne todos los ingredientes
necesarios para que se produzca una posesión, que constituye el
contrario exacto de la reflexión que pudiera proveerle conciencia de esa vertiente
de su ser. Pero en descargo de su locura debemos acotar que esos componentes
sombríos, como los secretos, encuentran siempre un camino para hacerse
evidentes, para desvelarse. Mientras más reprimidos, mayor es la energía que
acumulan y mayor la violencia con la que aparecen. Cuando Jekyll habla de
«gemelos irreconciliables», de que el hombre «no es uno sino dos», se refiere a
lo que la psicología junguiana conceptualiza como persona y sombra.
Aquí se hace necesario recordar, para una mejor comprensión de esa relación
de opuestos, la definición de Jung de esos conceptos. Con respecto a la persona,
dice lo siguiente:
La persona es aquello que en realidad uno no es, pero que tanto
uno mismo como los demás piensan que uno es […]. Es, como su nombre
lo indica, sólo una máscara de la psique colectiva, una máscara
que finge individualidad, haciendo creer a uno mismo y a los demás
que uno es individual, mientras que uno sólo está actuando un rol a través
del cual se expresa la psique colectiva. (32)
Y con respecto a la sombra afirma:
La sombra está compuesta en su mayor parte de deseos reprimidos
e impulsos no civilizados, motivaciones moralmente inferiores, fantasías
infantiles y resentimientos, etc. –todas aquellas cosas de las cuales
uno no se siente orgulloso. Estas características personales no
reconocidas son a menudo experimentadas en los otros a través del
mecanismo de la proyección. (33)
No es difícil entender que cuando se combina, como en el caso del protagonista,
una identificación con la persona –la convicción de que uno es lo que aparenta
ser– con la negación de la sombra, el resultado tiene que ser explosivo. Jekyll
incursiona en la cara oculta de su mundo interior con la mediación de una
droga y con una actitud científico-racional bastante ingenua. Una vez más, si se
pierde el punto de vista personal que permite un juicio moral y la valorización
afectiva de los contenidos negativos (lo que en psicología junguiana pertenece
a la función del sentir), se pasa sin expediente previo a contactar el estrato colectivo
profundo que subyace a lo inconsciente personal, donde el Mal arquetipal
tiene su sede.
Para concluir, sin agotar por supuesto las muchas reflexiones que esta obra sugiere,
es necesario considerar el papel de las figuras femeninas. Es interesante
anotar que en la novela de Stevenson estas figuras tienen poco relieve o están casi
ausentes. En la película en cambio aparecen Beatrix e Ivy como coprotagonistas.
Lo mismo ocurre en otras versiones fílmicas, en particular en Mary Reilly del director
Stephen Frears, con Julia Roberts y John Malkovich como protagonistas,
en la que el personaje central es una criada que se enamora de Jekyll. Todos los
arquetipos tienen variaciones que se expresan mediante imágenes de una gran
diversidad, que además son las únicas formas posibles de manifestación de aquellos
en la conciencia. Estas versiones ulteriores de la obra literaria original indican
que el tema central, el de la dualidad bien-mal, persona-sombra, ego-inconsciente
podría suscitar una reflexión adicional que gira en torno a lo femenino.
Beatrix e Ivy pueden ser vistas como representaciones contrastantes del ánima
de Jekyll. El ánima es el término que define en psicología junguiana la personificación
del principio femenino que existe en la psique del hombre. Una de sus
funciones es actuar como mediadora en la relación del ego con el inconsciente.
Beatrix e Ivy son personificaciones de lo femenino en Jekyll que no cumplen sus
funciones. Entre otras cosas porque, en su caso, la mediadora en el contacto con
lo inconsciente es una droga y no una figura del ánima.
Beatrix, la futura esposa de Jekyll, es una joven hermosa, virginal, casi etérea,
con una personalidad marcadamente ingenua, que encarna los ideales del protagonista
y refuerza su persona. Ivy por el contrario, es una figura hermosísima,
más vital y más conectada con el disfrute, con lo erótico y el cuerpo. Ella atrae
de inmediato la atención de Jekyll y suscita luego las fantasías de poder y lascivia
de Hyde y, al final, su crueldad homicida. La ingenuidad de Beatrix la lleva a
expresarle a Jekyll su disposición a perdonarle todo, a aceptar cualquier cosa
que venga de él, en nombre de un amor idealizado. Jekyll, en esa escena después
de haber sufrido la transformación involuntaria en Hyde, cuando ya sabe que
no tiene ningún control sobre la aparición de ese monstruo que ya mató a Ivy,
le responde que no debe seguir haciéndolo, que no debe seguir perdonándolo,
porque Hyde no es digno de su compasión.
Ivy –cuyo nombre significa «hiedra», una planta relacionada con Dionisos, dios
de lo emocional, de una relación particular con lo femenino y con lo más profundo
de la psique y el cuerpo– tiene algunas intuiciones con respecto a lo que
está ocurriendo en Jekyll. En el primer encuentro, después de que se besan, ella
le dice que sabe que «el beso no fue inocuo sino que hay algo más». Mucho
después cuando visita a Jekyll para pedirle ayuda por lo que le está ocurriendo
con Hyde, le dice antes de salir: «por un momento pensé que…» y deja la frase
en suspenso. A pesar de esas intuiciones, que son signos de un principio femenino
que funciona precisamente porque percibe cosas significativas en el claroscuro
y más allá de lo aparente, Ivy cae en su relación con Hyde en una situación
de sumisión y de víctima impotente, que paga por último con su vida la desconexión
con el instinto.
El mito de Pandora cuenta cómo esa hermosísima mujer –regalo (del griego
doron, dora) de todos (pan) los Olímpicos a los hombres– fue enviada como némesis
de Zeus para castigar la hybris del titán Prometeo por robar el fuego de los dioses
para entregarlo a los humanos. La célebre caja que ella trae, que mantiene sujetos
y limitados los males, es abierta por la ingenua Pandora que así los libera.
Podría decirse que Beatrix e Ivy, tanto afuera en cuanto personajes de la historia
como por lo que representan en el psiquismo de Jekyll, actúan como modernas
Pandoras que liberan de manera irreflexiva todo el mal y las desgracias que
Hyde literaliza. Y también como el personaje mítico se encargan de materializar
la némesis que se desata como consecuencia de la hybris prometeica de Jekyll
en su intento de separar, más bien disociar, el bien que presume que él represen-
ta del mal que Hyde encarna. Una tentativa que contraría la naturaleza de lo
humano, en la cual bien y mal coinciden y coexisten. Por otra parte es importante
señalar que Jekyll describe rasgos relevantes de ese alter-ego que Hyde
simboliza, sobre todo cuando dice:
Aquel ser familiar que yo había extraído de mi propia alma, y a quien dejaba
solo para que hiciera su gusto, era esencialmente maligno y perverso;
todos sus actos y pensamientos se centraban en sí mismo; bebía con bestial
avidez el deleite que le producía la tortura producida al prójimo; era
inexorable, como un hombre de piedra…(34)
Como resultado de la desmesura de Jekyll ese ingrediente malévolo y cruel en
extremo, reconocido como parte petrificada de sí mismo, se vuelve autónomo,
desmesurado e incontenible, dueño y señor de todo. Al no poder lidiar con el
drama humano de la tensión de los opuestos se materializa la inhumana tragedia
final. Al no poder hacerse conciencia, lo destructivo se consteliza en destino
devastador. Jekyll dice otra vez en su «Declaración final»: «Instantáneamente,
el genio del infierno despertó en mí, loco de rabia». (35)
La película termina como comienza, con un acto religioso. Poole, el mayordomo,
reza el Salmo 23 ante el cadáver de Jekyll redimido por la muerte. Solamente
la destrucción total logró poner coto al mal que Hyde personifica, pues como
sucede a menudo la muerte es la única manera de ponerle límite. Lo religioso es
en todas las culturas una de las formas más importantes de contenerlo y de relacionarse
con la dualidad arquetipal del bien y del mal. Pero hay una cuota de
sombra personal con la que es necesario lidiar día tras día, en un contacto cotidiano
con el Hyde que llevamos dentro.
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(*) Galdona, Luis, Los bordes de la imagen. apuntes sobre cine y psicología de los arquetipos, pp.31-38, Casa Editorial La Cueva, Caracas, 2019.
27 Tusquets Editores, Barcelona, 2015.
28 Estudios sobre representaciones alquímicas, Obra Completa de Carl Gustav Jung, vol. 13, Editorial Trotta,
Madrid, 2014.
29 Para amplificar las relaciones entre hybris, némesis, koros (el daimon de la saciedad y la insolencia, hijo de Hybris
y phthonos), Cf. Eric Robertson, The Greeks and the Irrational, University of California Press, Los Ángeles, 1951.
30 El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde, Editorial Valdemar, Madrid, 2006.
31 Ibíd. Y Whitman lo expresa con más serenidad en Canto a mí mismo, 51, donde dice: «¿Me contradigo acaso?/
Muy bien, me contradigo/ (Soy inmenso / contengo multitudes)» (las cursivas son mías). Cf. Walt Whitman, Canto a
mí mismo, Editorial Edaf, Madrid, 1984.
32 «Sobre el renacer» (1940/1950), Los arquetipos y lo inconsciente colectivo, Obra completa de Carl Gustav
Jung, vol. 9/1, Editorial Trotta, Madrid: 2010.
33 Aion: Contribuciones al simbolismo del sí-mismo (1951), Obra Completa de Carl Gustav Jung, vol. 9/1,
Editorial Trotta, Madrid, 2011.
34 Op. cit.
35 Ibíd
Luis Galdona (Caracas, 1947). Médico psiquiatra en ejercicio privado desde 1975. Analista junguiano, miembro de la International Association for Analytical Psychology desde 1995 y fundador y Analista Didacta de la Sociedad Venezolana de Analistas Junguianos desde 1998. Cinéfilo convicto y confeso, estudioso de la psique y la imagen.
legaldona@gmail.com
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